El miedo a quedar en vergüenza y al ridículo puede ser tan fuerte que la gente
arriesgar lesiones físicas graves o incluso la muerte para evitarlo. Una de las razones de esto es que la vergüenza puede generar un daño grave a la aceptación social y una ruptura en una variedad de relaciones sociales. La raíz evolutiva de la vergüenza está en un sistema de amenaza social centrado en uno mismo relacionado con el comportamiento competitivo y la necesidad de demostrar que uno mismo es aceptable/deseable para los demás (Gilbert, 1989; 2002a). Por el otro lado, la culpa evolucionó a partir de un sistema de cuidado y de “evitar hacer daño a los demás” (Gilbert, 1998; Tangney y Dearing, 2002). Así, hay una naturaleza egocéntrica de la vergüenza.
Los precursores evolutivos de la vergüenza se remontan a la forma en que todos los animales deben ser capaces de detectar y hacer frente a las amenazas (Gilbert y McGuire, 1998). Para muchos animales, la atención a los congéneres que podrían causarles daño y que son amenazas para ellos es altamente adaptativa, y la ansiedad social, la huida o la sumisión/pacificación son defensas destacadas (Gilbert, 2001). Las amenazas sociales (a diferencia de las amenazas no sociales) a menudo implican comunicar señales que impactan en el estado de ánimo de los otros amenazantes; por ejemplo, una demostración de sumisión puede ser suficiente para evitar que un dominador ataque seriamente a un subordinado. Aunque la vergüenza requiere un sentido simbólico del yo (Lewis, 1992), también está regulada por amenazas sociales y defensas automáticas para protegerse de las amenazas que plantean los demás (Gilbert, 2002a). De hecho, ahora hay evidencia de que la vergüenza puede actuar como una señal de advertencia interna de amenazas y desafíos para uno mismo, con un desencadenante de defensas automáticas, especialmente la sumisión, el deseo de querer escapar o de ocultar.
La culpa no se basa en una percepción de amenaza al Self, o “sí mismo”. Esta más basada en la preocupación por el bienestar de los otros, y puede desarrollar en el niño los sentimientos de empatía y cuidado. La culpa además no está asociada a un sentimiento de inferioridad ante los demás, o comportamiento sumiso, depresión o ansiedad social.
A medida que los humanos evolucionaron a partir de la línea de los primates, y en el contexto de severos desafíos ecológicos (por ejemplo, la Edad de Hielo) y una creciente complejidad social para crear roles arquetípicos (por ejemplo, apego, sexual y cooperativo), desarrollaron competencias cognitivas que se mezclan con habilidades arquetípicas de formación de roles y emociones de autorregulación. Primero, los humanos se volvieron capaces de formar representaciones simbólicas de objetos en el mundo (que harían posible el desarrollo de herramientas, el arte y la escritura [Mithen, 1996] y de uno mismo y de los demás [Sedikides y Skowronski, 1997]). La autoconciencia simbólica viene con el lenguaje y la capacidad de simbolizar “el yo”, la capacidad de “imaginar” el yo como un objeto y juzgar y dar valor al yo; tener autoestima, pensar en el significado de la apariencia de uno para los demás y las implicaciones.
Uno de los elementos clave de la evolución humana fue también la capacidad de comprender lo que podría estar pasando en la mente de otras personas. Esto se llama teoría de la mente (Byrne, 1995). Uno puede pensar en lo que motiva el comportamiento de otra persona, lo que podría valorar o devaluar, lo que sabe (sobre sí mismo) y lo que no sabe, y podemos pensar en cómo manipularlo para que nos quiera o desconfíe de nosotros.
Vinculada a estas habilidades está la metacognición: poder refijar y juzgar los propios pensamientos y sentimientos y ejecutar simulaciones en la mente (Wells, 2000). Por lo tanto, puedo imaginar y reflexionar sobre los resultados probables de mis acciones en los demás y cómo reaccionarán los demás ante mí. Suddendorf y Whitten (2001) han señalado que una mente con este tipo de habilidades es una mente cotejadora. Estas tres habilidades no solo le dan a la mente humana flexibilidad en la forma en que piensa y representa los roles, sino que también ofrecen competencias clave que socavan la idea de que la mente humana está altamente modularizada (Mithen, 1996).
Para que una persona se sienta avergonzada tienen que pasar varias cosas, aparentemente simples, pero profundamente complejas en sus alcances. Primero, la persona debe haber actuado fuera de lo que interpreta o concibe como “la norma”. Además, la persona debe evaluar esa norma como deseable y vinculante con otros, porque solo así, aquella transgresión o incapacidad para cumplir “la norma” le hace sentir tanta incomodidad. Y lo complejo es que para que aparezca la vergüenza no es necesario que se encuentre presente una persona desaprobadora; solo se necesita que la persona en cuestión imagine el juicio del otro. Frecuentemente se tiene mentalmente la imagen de alguien preguntando: ¡¿No te da vergüenza?!. Incluso está visto que interiorizamos tan bien esas amonestaciones, que las “normas” o expectativas puestas en nosotros por nuestros padres en la infancia, nos continúan afectando hasta la edad adulta.
Y con el juicio del otro también viene la definición que el otro hace de mí. La persona avergonzada se experimenta a sí misma a través de las definiciones que los demás puedan hacer de ella.
Y ahora bien, qué nos causa la vergüenza constante e intensa a nivel psicológico
June Tangney, de la Universidad George Mason, ha estudiado la vergüenza durante décadas. En colaboraciones con Ronda L. Dearing de la Universidad de Houston y otros, ha ratificado que las personas que tienen una propensión a sentir vergüenza, (un rasgo llamado propensión a la vergüenza), a menudo tienen baja autoestima. Lo cual implica, a la inversa, que cierto grado de autoestima puede protegernos de sentimientos excesivos de vergüenza. Tangney y Dearing se encuentran entre los investigadores que han descubierto que este rasgo indicador de la propensión a la vergüenza aumenta el riesgo de sufrir otros problemas psicológicos. El vínculo con la depresión es particularmente fuerte; por ejemplo, un metaanálisis a gran escala en el que los investigadores examinaron 108 estudios que involucraron a más de 22,000 sujetos mostraron un conexión clara.
En un estudio de 2009, Sera De Rubeis, de la Universidad de Toronto, y Tom
Hollenstein, de la Queen’s University en Ontario, analizaron específicamente los efectos de este rasgo sobre síntomas depresivos en adolescentes. El proyecto incluyó aproximadamente 140 voluntarios entre los 11 y los 16 años y descubrió que los adolescentes que mostraban una mayor propensión a la vergüenza también eran más propensos a tener síntomas de depresión. También parece haber ser una conexión entre la propensión a la vergüenza y los trastornos de ansiedad, como la Ansiedad social y la Ansiedad generalizada, como Thomas A. Fergus y sus colegas informaron en 2010.
La vergüenza es una emoción que encarcela. El avergonzado quisiera ser libre, hablar sin miedo, decir que no o que si, permitirse espontaneidad, confiar en que es querido por los otros, pero está atrapado en el miedo y la muy fuerte duda de si va a poder ser valorado o por el contrario, será excluido del grupo. Así que si la vergüenza es constante, el hecho de que despierte sentimientos de ansiedad y depresión es casi que un resultado obvio. Para empezar a salir de esta situación, a lo primero que habría que prestar atención es a la posibilidad de comprender a profundidad las ideas que nuestros padres, o las experiencias de vida, fueron diciéndonos sobre lo que “debíamos ser”. Comprender cuál es “la norma”, el conjunto de creencias que tengo sobre lo que puedo o no permitirme, lo que merezco o no merezco, ya que esto es lo que está en el corazón de la vergüenza. Darnos cuenta que lo que nuestros padres percibieron como una amenaza de exclusión social y los hace avergonzarse en lo profundo de su ser, tal vez no tiene que venir contigo. Hacer pases también con el pasado cuando hemos sido objeto de bullying o críticas fuertes. Comprender que los mecanismos por los que otros ganan reputación social avergonzando a otros, es un mecanismo de su propia inseguridad y no tenía que ver con nuestro verdadero valor personal.
Aunque es un proceso que a muchos cuesta, vale la pena reconocer nuestra vulnerabilidad y aceptar que todos somos seres vergonzantes en momentos de nuestras vidas, intentando hacer el camino de reconocernos capaces de avergonzar la posible exclusión social, pero con el orgullo de ser nosotros mismos.
Emma Sánchez
REFERENCIAS
Gilbert, Paul. Evolution, Social Roles, and the Differences in Shame and Guilt.