De los sentimientos más ocultos, encubiertos y temidos como un mal presagio o un malhechor sin piedad, la envidia se esconde como una rata en su madriguera y la sociedad prefiere creer que no existe, o condenarla con el más útil de todos los castigos: la culpa.
‘Envidia’ deriva del latín invidia, ‘no vista’. En la Divina Comedia de Dante, los envidiosos trabajan bajo capas de plomo tóxico, con los párpados bien cosidos con alambre de plomo, lo que sugiere que la envidia surge de una forma de ceguera o conduce a ella. Castigo terrible que un envidioso no pueda mirar a los demás.
Para sentir envidia, se deben cumplir tres condiciones. Primero, debemos enfrentarnos con una persona (o personas) con algo, una posesión, cualidad o logro, que se nos ha escapado. Segundo, debemos desear ese algo para nosotros mismos. Y tercero, debemos estar personalmente dolidos por la emoción o emociones asociadas. Neel Burton, psiquiatra y filósofo señala en un artículo sobre la psicología y la filosofía de la envidia, que decir que la personal está “personalmente dolida” es esencial porque es esta dimensión personal la que separa la envidia de sentimientos más distantes como la indignación o la injusticia.*
Y es que quien no ha sentido ese ardor de la envidia, una sensación fogosa que nos estruja y que por supuesto, si no le damos algún tipo de sublimación nos podría llevar a hacerle fácilmente mal a otro. Por eso ese temor social a la envidia, esa nefasta -a mi parecer- decisión adoctrinarnos con culpa. Sin embargo, comprendo que busca ponernos un bozal antes de que nos lancemos fieros a destruir al objeto de nuestra envidia. Con la culpa en cambio nos destruimos a nosotros.
Y es llamativo también que sea mejor visto decir que estamos celosos a decir que estamos envidiosos. Pero hay una diferencia entre ambas. Los celos son el dolor personal de perder algo, de perder la posición de ventaja que tengo para el otro, o de que las ventajas del otro que comparte conmigo se alejen de mi lado y vayan a parar a otro destinatario. En cambio, la envidia es el dolor causado por el deseo de tener las ventajas que el otro exhibe ante mi y que siento que no tengo. “La envidia es codiciosa, los celos son posesivos”. La envidia tiene la mirada puesta en algo que anhela, los ojos de los celos en algo que quiere alejar.
Creo que a la envidia siempre la hemos sentido como un asesino agazapado que nos puede clavar el puñal por la espalda en cualquier momento. Y está tan presente en la psique humana haciendo parte de la experiencia de todas las generaciones y tribus. En la antigüedad se tenía miedo a despertar la envidia de los dioses, ante los cuales se hacían elaborados rituales y ofrendas. En los mitos griegos hay historias de dioses con envidia, como la envidia de Hera por Afrodita que desató la guerra de Troya. O en la biblia es por envidia que Caín mata a Abel. Es a través del demonio de la envidia que la muerte entra al mundo.
Y es que decir que la envidia es central en nuestra psique humana es también decir que la comparación hace parte de las características de nuestra existencia, como respirar. El dolor de la envidia es causado no por el deseo de las ventajas de los otros, sino por el sentimiento de inferioridad para alcanzar esas mismas ventajas. Y hoy en día, gracias a la impresionante amplitud de información con la que estamos en contacto y el uso adictivo de las redes sociales, la comparación, y con ella la envidia, se expanden como una llamarada de foto en foto, reel en reel.
Tal vez la envidia, o “invidia”, invidencia que denota el término en latín, es esa ceguera de la mirada que se queda encandilada con lo lustroso del objeto de afuera y no puede ver adentro más que agujero oscuro y carencia. O como decía Jaques Lacan, se envidia la completud del sujeto con su objeto. Por supuesto, que esta “distracción” nos impide desarrollar nuestra posibilidad de un reconocimiento, no de nosotros como seres completos, porque no lo somos, pero al menos el reconocimiento de que a todos nos falta algo. La amargura de la envidia nos enferma, nos cobra relaciones, pero además, algo que me interesa es que también produce en nosotros algunas salidas como mecanismos de defensa que intentan revertir el problema, como la ingratitud, la ironía, el desprecio, el esnobismo y el narcisismo, que tienen en común el uso del desprecio del otro al cual envidio, o del grupo de personas que tienen características que envidio, para minimizar la amenaza existencial que representan las ventajas de los demás. Y otra defensa común contra la envidia es incitarla en aquellos a quienes envidiaríamos, razonando que, si nos envidian, no tenemos por qué envidiarlos. Ganamos un lugar de superioridad ante su mirada.
Así la envidia nos atormenta y buscamos defendernos del dolor y angustia que nos trae de muchas maneras. Y al día de hoy, el mundo de la red social y de internet y publicidad masiva parece diseñado para despertarnos la envidia cientos de veces en diez minutos de scrolling. De hecho pienso en la expresión común: “envidia es mejor despertarla que sentirla”. Por supuesto, despertar ese monstruo interno en el otro nos infla de narcisismo. Pero esta suerte de refrán es solo una verdad a medias, porque el que hasta inconscientemente la quiere despertar, lo hace desde la inconfesable presión del resentimiento. El tortuoso debate entre la culpa que como punición le demanda humildad y modestia, y el lujurioso e incontenible deseo de restituirle alguna imagen de completud y orgullo a tan apaleado sentido del valor personal.
A mi me encanta reconocer la envidia. Tengo bien claras mis memorias de momentos de envidia. Me gusta rebelarme contra la imposición de domesticación y reconocernos todos envidiosos. Alejarnos de las falsas modestias y humildades ficticias, y decir a viva vos que nos dolemos por estar tan faltantes de lo que otros parecen gozar. Que al menos ese sea un paso para reclamar la posibilidad de nuestra honestidad humana. Como humanos somos también sucios y mezquinos, posesivos y violentos, egocéntricos y rabiosos. Que la psicología de autoayuda y la espiritualidad y positivismo tóxico no opere como una nueva religión cristiana satanizando la esencia de lo humano, esparciendo fragancia de esencia floral sobre la inmundicia que también nos habita. Que sepamos que la mayoría de nosotros, no por envidiosos vamos a ir matando a otros, pero que con la culpa por sentir la oscuridad de la inseguridad dentro de nuestro ser no nos matemos más por dentro. Así me parece que podemos construir un camino que nos lleve de la ceguera de la envidia a la buena mirada de la admiración. Y por supuesto, a sanar auténticamente nuestras inseguridades.
EMMA SÁNCHEZ