No soy detractora de tener redes sociales, pero me cansé de observar mi propia adicción en aumento y constatar las tendencias vacías o superficiales a las que nos puede arrastrar un grupo de grandes compañías de tecnología. La relación del hombre con la máquina tiene una psicología importante que hay que estudiar y también difundir. En especial cuando hablamos de una maquinita fascinante y cada vez más novedosa que llevamos todo el tiempo en el bolsillo, en la mano, ubicamos todas las noches junto a la cama, y tenemos casi todo el día frente a los ojos: el teléfono móvil.
A medida que avanzo en edad obtengo más consciencia y terrible claridad sobre la importancia del tiempo en la vida. Un tiempo destinado a una actividad le roba tiempo a otra. Y he sentido que tal como el dinero, el presupuesto de tiempo con el que tenemos que lidiar todos los días a veces se nos sale de control, y luego nos vemos sin nada y acumulando una deuda de tiempo (actividades por hacer) que nos desespera. Pero no solo se trata del tiempo de actividades por hacer, también de las actividades que corresponden a sueños que quisimos ver cumplidos y que por estar con este desorden de tiempo que no alcanza para nada, entonces nunca vas a iniciar y no vas a verlos realizarse. Así mismo, el tren bala del tiempo pasa por sobre tus espacios para vínculos y de manera preocupante aplasta los de tu autocuidado emocional. Todo lo demás se vuelve más urgente y para nada hay mucho tiempo, ni siquiera para ti.
De lo que si soy adversaria es de un sistema social que nos deja cada vez más pasivos. Una vez le dije en chiste a mi madre que por qué no me dejó nunca tener televisión en mi habitación, y por qué alguna vez me decomisó un videojuego y nunca más lo volví a ver. A lo que ella respondió sonriente: “Y gracias a eso es que sos tan creativa”. Doy tantas gracias a mi madre por comprarme libros a montones, papeles y libretas para dibujar, materiales, música, instrumentos, muñecos que me obligaban a construir fantasías e historias. Que protegió mi espacio llenándolo de estímulos a la curiosidad y la invención. Así a ella le costara teléfonos de cable que quise volver inalámbricos, y paredes que pinté, y juguetes que destrocé. También vi televisión, pero ya en mí se había sembrado el deseo de invertir ese tiempo viendo algo bueno, y recuerdo que eso hizo que no fuera una adolescente tan adicta a las comedias con risas pregrabadas de mi época.
Las redes sociales de hoy no son tan controlables como elegir no ubicar el televisor en una habitación. Y así llevamos más de una década de dedicación cada vez mayor de nuestro tiempo, sentidos corporales, mente y emociones al mundo virtual que se proyecta en esa pantalla que cargamos con nosotros como el anexo del brazo.
He tenido una incomodidad desde hace rato con esto. La niña que fui a veces me quiere jalar de los pelos para que presté atención a las increíbles posibilidades de juego, creatividad, cultivo de la inteligencia y del cuerpo que hay aquí afuera, pero la adicción (Sí, eso es lo que se ha demostrado que nos causan las redes sociales a nivel cerebral) es más fuerte. Se ha visto que los likes nos activan el sistema de la dopamina en el cuerpo, que básicamente nos lo despierta cualquier sustancia o actividad o pensamiento que nos causa una gratificación o placer inmediato. Y cuando caen estos niveles químicos queremos más, más y más. Más de ese pastel de chocolate, más de ese pase de cocaína, más de esos likes o imágenes o videos de entretenimiento con gente haciéndose de comediante, bailarín o influencer.
Está demostrado en el mundo que a pesar de que millones de personas reportan haberse sentido mal en su autoestima, ansiedad o tristeza al entrar a redes sociales, aún así lo siguen haciendo. ¿Y por qué nos hace sentir mal?, porque se convirtió ya no solo en un lugar virtual al que vas a encontrarte con tus amigos cercanos para tener una conversación, sino una pasarela de vidas ficcionadas, guionizadas, y retocadas que te embelesan e incrementan tu comparación social. Se ha hablado incluso del Síndrome del FOMO (Fear of missing out) en el que entras compulsivamente a las redes pues quieres verificar que no te estés perdiendo nada interesante o importante (noticias, eventos, lo que están haciendo tus conocidos, etc).
Son muchas las razones personales, a las que sumaría mi diferencia ética con Mark Zuckerberg y mi sensación de frustración de que proyectos personales que requieren esfuerzo y dedicación marchen tan lento porque en el día pasé 3 horas en Instagram (sí, ese fue mi promedio por al menos los últimos 3 o 4 años). Multipliquemos aunque sea fastidioso: 3 por día, son 21 por semana (y eso que el fin de semana subían mis cifras), que son 84 horas al mes, que son 1.008 horas al año. Lo que son 42 días completos de 24 horas. Si le descontaras las horas en que duermes y dejaras solo las horas normalmente productivas, esto te da más de 100 días productivos que tiraste al traste durante un año. Ahora sí se siente más el impacto. 3 meses de tu año hubieran podido estar llenos de horas de creación de ideas o proyectos emocionantes, de introducción de conocimientos que te impulsen, de ocio y tiempo libre que te ofrezca relajación, salud mental o destrezas nuevas.
¿Y qué pasa con los que somos emprendedores digitales? me dirán. Pues esa fue la trampa en la que yo también caí. Pensar que porque parte de mi negocio estaba en Instagram y yo debía llegarle a nueva audiencia o clientes, tenía además que ser como un robot contratado de Community Manager, estar ahí pendiente en tiempo real de cada comentario, mensaje, like, opinión. Y además, los que diseñan estas redes nos la están cobrando a los emprendedores digitales poniéndonos cada vez algoritmos más complejos y que nos lleven a pagar más en publicidad y a entregar gratis todas nuestras ideas, creaciones de los artistas, vida privada a la audiencia, y hasta tenemos que convertirnos en bailarines de Reels o dedicarnos a la fonomímica graciosa.
¡Me cansé! Y decidí tomar cartas en el asunto. La niña sabia que hay en mi, y la adolescente que le gustaba tener tiempo para filosofar y leer, me jalaron las orejas. ¡Qué paradójico que mis versiones juveniles fueran más sabias que la mujer de 40! -al menos en lo que a esto respecta-.
Eliminé mi cuenta de Facebook. Me salí de Whatsapp y migré a Telegram. Ya les dije que por razones políticas. No tengo Tik Tok y por supuesto no soy de la época de Snapchat, pero si tu eres de esa época salte de ahí pronto. A Twitter lo veo por navegador, como no más de 5 minutos al día. ¿Y qué hacer con Instagram?, que es donde tengo varias cuentas, y algunas con miles de seguidores.
Bueno, estoy poniendo a prueba las mentiras que me he metido sobre los canales en los que puedo exponer mi trabajo, mis ideas, o por los que llegan mi futuros clientes.
Para empezar, eliminé la app de Instagram del teléfono móvil (en Colombia le decimos celular. No sé porqué). Y ya que los diseñadores de Instagram pueden ganarse un premio a la gente más astuta del planeta, pues sabemos que por el navegador no podemos tener acceso a muchas funciones que si realizas por la app, me quedé con la app desde el ipad. Mi celular no tiene ninguna red social hoy, solo Telegram que es más una red de mensajería instantánea, y no más.
¿Qué pude observar que pasaba conmigo?
Extendía el brazo al teléfono constantemente como movida por un impulso de hacer algo aparentemente muy importante. Entraba en automático y cuando me daba cuenta estaba buscando la app y recordándome que ya no la tengo ahí. Y esto me ayudaba a detenerme. Hice la investigación conmigo misma preguntándome: ¿Para qué necesitas entrar a Instagram? ¿Es eso una necesidad o el antojo de la adicción? ¿Es necesario que entres en este momento o lo que vas a hacer puede esperar?
Teniendo el ipad más de lejos, me daba tiempo para responderme esto. ¿Y qué me respondí el 95% de las veces? que los motivos que nos damos para entrar suelen ser: A. “que voy a ver si me han escrito, comentado o cómo van los likes de mis posts”, o B. “que quiero chismear que hay de nuevo, qué ha puesto la gente… no sé”. Luego, me daba cuenta que la tal “necesidad” no era necesidad porque incluso si había mensajes, nada suele ser urgente ahí. Lo que me llevaba a responder la tercera pregunta: perfectamente puedo entrar un momento al medio día o al final del día. Ni el mundo se habrá acabado ni yo me habré acabado para el mundo. Nadie me extrañará ahí, porque saben qué, como muchos ya lo dicen, en realidad Instagram no es tan “red social” como nos quiere hacer creer. No en el sentido de lo que una comunidad bien vinculada es.
Tuve incluso la experiencia de ir a un festival un fin de semana y querer grabar unos videos con mi teléfono y hacerlo para mi, no para subirlo a historias, ¡y nada se perdió! Y tuve también la experiencia de ir a la naturaleza, tomarme fotos y hacer videos que quedaron para mi en mi teléfono y nadie tuvo que saberlo en una historia de fin de semana. Por supuesto que no es la primera vez que me guardo muchas cosas para mí, pero se sentía raro ni siquiera tener la opción en el teléfono.
Como si me estuviera recuperando de una adicción, a veces quiero recaer, y se me vienen pequeñas ideas de que estaría más divertida o entretenida en este instante si abro Instagram y esto lo cuento más bien en historias. Pero luego sé que es falso. Estoy feliz de escribir en mi blog, de estar escribiendo mi proyecto de libro, de entrar solo cuando tengo algo relevante que postear, de dedicarle solo 30 minutos de mi día, o a veces menos, y ver de forma específica los últimos posts de las cuentas que realmente sé que son más relevantes para mi.
Tengo más placer y paz a largo plazo si soy dueña de mi vida, la creadora de mi creación. No la esclava adicta de una industria de la que no saco -verdaderamente- nada. Lo que me aporta en mi vida está fuera del móvil, y yo he decidido volver a estar fuera de ese lugar.
Emma Sánchez