Ayer, al finalizar una sesión de uno mis talleres (el de escritura terapéutica), un hombre se despedía diciendo que se sentía revolcado. Por supuesto que esa palabra tiene una connotación fuerte y podía sentir cómo sus emociones se revolvieron en él como el pozo de agua con fondo de barro que se oscurece al perturbarse. Me pareció que el objetivo del taller estaba dando fruto. Aunque el miedo y el vértigo de ese revolcón pudieran percibirse sutilmente en su voz y llegar hasta mí con un frío rápido por la espalda, me sentí complacida de escuchar aquella palabra.
Sé que como tallerista o terapeuta tengo la esperada responsabilidad de acoger esas emociones, ayudarles a tener salida y retorno a la calma, pero también tengo la orientación ética de propiciar revolcones, de los sanos, de los buenos, de los liberadores. Esos también duelen, fastidian, incomodan, confunden, enojan, entristecen, frustran. Ese es el tipo de movimiento interno que se necesita para cambiar, para sanar. Y no siempre hay que apurarse tanto a salir de la incomodidad.
Quiero explicar por qué. O intentarlo.
El rechazo a la emoción displacentera es natural, viene con nosotros de fábrica, podría decirse. Nuestro sistema mental y corporal está muy bien entrenado para percibir peligros, nos hace sentir displacer, rechazo o miedo y así busca movilizarnos hacia un estado más positivo, en donde estemos a salvo. La situación se complejiza cuando el sistema no nos está llevando a huir de un depredador como un tigre o un peligro como un terremoto, sino que se está activando porque percibe como peligrosas las mismas emociones displacenteras. Así le tenemos miedo al miedo, a la rabia, a la tristeza y nos angustiamos ante la frustración, la confusión, o cualquier signo de malestar. Queremos huir de este y volver al sonrisa, el placer y la calma que confundimos con el estado ideal permanente en el que supuestamente debemos vivir.
Pero el problema es que esto no soluciona la situación original que debemos sanar. La fiebre no se cura con paños de agua tibia. La fiebre es un síntoma de una infección o virus que ha atacado nuestro organismo. Y así como nuestro sistema inmune físico debe defenderse, por ejemplo generando fiebre y sintiendo el cansancio de la batalla interna; así también tenemos un sistema inmune emocional, y en éste para salir victoriosos usualmente hay que atravesar la fiebre del miedo, la fatiga de la ansiedad y el dolor del duelo, que no son enfermedad sino síntoma.
Sanar implica comprender el virus, la bacteria, la alteración que está bajo el despliegue de malestar, y por supuesto acompañar a tu cuerpo/mente a recibirla, matarla o incluso integrarla a ti. Llegar a ella -en el plano psicológico- es como escalar el Everest. Se requiere un viaje, se necesita preguntarse, escucharse, no saber, caminar, cansarse, descansar, llorar, reír, desanimarse, recordar, soñar, confiar, respirar, tenerse fe y a la vez dudar. Sanar requiere volver a la historia de mis raíces, meterme en el silencio de mi padre, en la ansiedad de mi madre, en el malestar de la familia, en la constitución política familiar con la que me criaron, en mis heridas de autoestima, en mi ego, en mi sombra. Desconfiar del buen Dr. Jekyll, y reconocer al Mr. Hyde.
Sanar es revolcarse. Reconocer el virus y acompañarse como un buen amigo. Sanar es darse la mano para levantarse. Pero esa fraternidad conmigo mismo casi nunca se logra sin caminar y sufrir esa tremenda montaña.
Emma Sánchez
Mg. Psicología Clínica